Entrevistas de La Boya

Juan Forn: El mar es el mejor socio que tuve

El escritor Juan Forn es uno de los entrevistados en la película La Boya, que se está proyectando los viernes a las 20.30 en el Pinar del Norte de Villa Gesell. Con Ricardo Roux, Guillermo Saccomanno y Pablo Mainetti, integran el grupo de artistas que decidieron instalarse total o parcialmente en Villa Gesell para alejarse del ruido de la ciudad y que participaron del film. Publicamos a continuación la entrevista completa original.



Aníbal Zaldivar: Hace poco leí en un artículo que alguien te había preguntado ¿por qué te quedaste acá? ¿qué encontraste acá en este pueblo, tan cerca del mar y en esta naturaleza? Quiero volver a hacerte esa pregunta.

Juan Forn: Lo primero que encontré fue precisamente la posibilidad de vivir el sueño de mi vida que era vivir al lado del mar; después se trató del aspecto más convencional y doméstico de la cuestión: que era un pueblo que tenía la suficiente infraestructura en el invierno para vivir. Nosotros teníamos una hija chiquita y había escuela, hospital, vecinos y estaba relativamente cerca de Buenos Aires y yo tenía que seguir trabajando con Buenos Aires, así que cada tanto tenía que ir. Pero, como pasa siempre, lo que más te gusta del lugar lo descubrís después y a mí lo que más me gusta de Gesell es que es un pueblo de renegados, un lugar donde a nadie le gusta que le digan cómo se tienen que hacer las cosas. Cuando todos los demás lugares se van poniendo producidos, Gesell sigue bardo. Hay una combinación de cosas que me gustan acá, pero sin duda lo que más me gusta es el mar, que lo tenemos a 15 metros...

 

Hablaste del “lugar soñado” ¿desde cuándo tenés ese deseo de vivir al lado del mar?

¡Ja, la fantasía de todos! “Yo quiero vivir en la playa”. Después te das cuenta que la vida en la playa no es la vida en verano, salvo que sea en Brasil o en el trópico, y descubrís otra cara del pueblo, que es la vida de invierno, el mar frío, el color gris, todo baja como tres grados en la escala cromática: la arena, el mar, el cielo, y agarrate Catalina…

 

¿Cómo influyó este nuevo paisaje, esta nueva presencia en tu literatura y en tu condición de creador?

Me cambió para bien, por lo menos eso me dicen, lo que quiere decir que era bastante horrible cuando vivía en Buenos Aires… Hay una anécdota que he contado otras veces: iba caminando por la playa, terminando el primer invierno en Gesell y, salí a caminar por la playa con mi uniforme de ciudad, camperón negro, pantalón negro, borceguíes negros, gorro negro. Era uno de esos días en que hace frío pero sentís que el solcito empieza a calentarte un poco los huesos y de pronto veo que sale del agua un surfer, se saca el pasamontaña de neoprene, sacude las rastas, me mira pasar y me dice: “Yo en Buenos Aires también era dark, pero acá soy luminoso, loco…”, mirando el sol. Entonces dije: “yo quiero ser luminoso también”.

 

O sea que hubo un contraste fuerte y bastante impactante para vos.

Sí, yo hago muchísimo contacto con la parte luminosa del pueblo de playa. Ttengo una gran capacidad para el autoengaño y para la negación, así que doy vuelta la cara a todo lo que no es idílico en Gesell. Mi tierra elegida es bastante paradisiaca, es austera y áspera pero paradisiaca, no violenta, no es sórdida.

 

¿Cómo se conecta esta nueva experiencia para vos con tu condición de escritor, vos ya viniste acá con una carrera de escritor en pleno desarrollo?

Por esas vueltas de la vida mi actividad literaria se terminó relacionando con el mar de una manera insólita. Yo había llegado más o menos en el 2003, y a fines del 2007 terminé una novela autobiográfica, María Domecq, en la que dejé la piel, y quedé vacío. Ahí me dije: “No tengo qué escribir, qué va a ser de mi vida…” Era una época que en Página 12 nadie quería escribir contratapas, habían quedado como vaciadas, y yo pedí la contratapa del viernes: “En algún lugar me tengo que esconder hasta que se me ocurra de qué escribir”, pensé y me fui ahí. Porque de pronto se me ocurrió… Yo siempre he sido un lector feroz, y siempre me ha llamado la atención adónde va a parar ese estado celestial cuando uno termina de leer un libro: es algo que casi nunca logra compartirlo con nadie, se te va extinguiendo solo adentro, es muy raro que te encuentres con alguien que leyó el libro a la par que vos, que le gustó a la par que vos, ni hablar encontrarte con el autor y poder decirle algo. Así que generalmente cuando le empezás a hablar a alguien de un libro que el otro no está leyendo… no da. Pero yo me pregunté: “¿Qué pasa si pongo en lo que escribo eso que siento cuando termino de leer?”, así que empecé a escribir sobre lo que leía, encaré la contratapa así, en vez de inventar historias con personajes imaginarios como solemos hacer los narradores.

 

Apostaste a la naturalidad…

Generalmente los escritores que tienen una columna semanal tratan de hacerla con el menor gasto energético posible, para poder después escribir lo que les importa. Yo hice al revés, traté de poner toda mi libido en esas contratapas, en esas columnas. Entendí por primera vez en mi vida lo que es la periodicidad, la frecuencia semanal, que es como sentir un borceguí apoyado contra el pecho: la obligación de publicar siempre, estés inspirado o no. Entonces para entender lo qué quería decir, y cómo escribirlo, empecé a bajar al mar, a caminar por la playa, y de pronto empecé a descubrir que el mar me enseñaba, me ayudaba, me daba pistas. Volvía siempre con la cabeza más limpia, más clara. En ese entonces no iba mucho a Buenos Aires, así que no tenía idea del efecto que tenían las contratapas, todavía las redes sociales no eran tan potentes como ahora, y yo tenía poco trato con la ciudad, así que me enteré bastante tiempo después, un día en que Saccomanno volvió de Buenos Aires y me dijo: “Che, gustan mucho tus textos”. Lo que lentamente fue pasando es que, no importaba el obstáculo que tuviera en mi vida esa semana, la contratapa me salía igual. Yo creo que de verdad la presencia del mar incidió: quiero decir, si me permiten el delirio, que no escribía solo esas contratapas: me sentía canal de algo, habñia algo que se decía a travñes de mí. Es una experiencia que no creo que se vuelva a repetir en mi vida, pero de verdad algo pasaba: si era yo solo no hubiera generado el nivel de empatía con gente tan diversa y con tanta gente a lo largo de estos diez años. Si vos me preguntas dónde está el centro, el núcleo de esa experiencia, te contestaría que está allá abajo en la playa, cuando bajaba a caminar.

 

Quiere decir que lo que parecía ser algo lateral y casi un escondite, se convirtió tal vez en una experiencia como escritor, tal vez la más fuerte que tuviste.

Sí, el mar fue el mejor socio que tuve en mi vida escribiendo, nunca nadie me ayudó tanto.

 

Los poetas hablan mucho en esos términos, de ser canal, de escuchar al mar, ¿esto también te llevó, esta nueva experiencia, te acercó a la poesía?

Yo había empezado como todos, escribiendo poemas horribles, por suerte me di cuenta bastante rápido de que la poesía no me había sido dada. De hecho dejé casi de leer poesía después de mis veinticinco, pero con el paso de los años me di cuenta de algo que dice maravillosamente un escritor yugoslavo que se llama Danilo Kis, el tipo decía que de Borges hay que aprender el elemento lírico enmascarado, es decir, a hacer poesía en la prosa, sin que se note, sin que parezca esa cosa horribl que es la prosa poética. La poesía, cuando no es muy buena, es cursi, amanerada, y en la prosa se nota incluso más que en la poesía lo amanerado porque la prosa se escribe con la lengua que usamos todos los días para hablar, así que se trata de hacer poesía de la manera más disimulada posible. Y por supuesto cuanto más breve es el texto que encarás, más trabajás con el sobreentendido digamos, porque tenés poco espacio. Yo tenía la limitación de las 100 líneas en la contratapa del diario, y tenía la obligación de decir lo máximo posible con ese escaso espacio, así que empecé a trabajar la brevedad, la síntesis y la condensación y así es como te empezás a acercar a la poesía, te guste o no, así te vas arrimando. Tratando de atrapar lo poético, tratando de tener la suerte de que caiga el rayo verde ahí, esa es la idea.

 

Después de aquellos poemas juveniles que citaste, en este nuevo contexto, ¿volviste a escribir poesía, o a intentar escribir poesía?

No, sólo en el terreno estrictamente doméstico, algún poemita que le escribo especialmente a mi hija, o a mi mujer… Ah, hice sólo una contratapa en verso, medio en homenaje a una poeta polaca que me gusta mucho Wislawa Szymborska, que ganó el Nobel. Wislawa escribe de una menra muy coloquial y cómplice y yo traté de hacer una contratapa que fuera un poema, un poema de amor, lo más parecido posible al estilo “pillo”, “travieso”, de Wislawa.

 

Quiere decir que tu complicidad con el mar no es que te dicta versos, sino que hay otro lugar en que se conecta el mar con vos.

Sí, lo único que me animo a decir de lo poético es que lo voy a seguir haciendo enmascarado dentro de la prosa siempre. Pero lo que entendí con el mar acá al lado es este tema de las presencias, de las conexiones (no hay que hablar mucho de esto por cábala). Hay gente que lo entendió en la montaña, o en el desierto. Creo que en el fondo es la relación con la naturaleza, y con la soledad.

 

¿Te sentías más solo por momentos en Buenos Aires que acá, o al revés?

En el fárrago de la ciudad es muy difícil que se den las condiciones naturales para que tengas acceso a cierta clase de soledad, a una cualidad de la soledad que te acomoda, que te ofrece una justa percepción de vos mismo: ni el ombliguismo de considerarte el centro del mundo, ni la posibilidad de evadirte y no estar nunca frente a frente con vos mismo. Por supuesto es bastante horrible sentirse solo, sin compañía, sin valor para nadie de los que te rodean. Pero de la soledad que hablo viviendo acá es otra cosa: cuando por estar solo varias horas al día, voluntariamente, entrás en comunión con algo. Y eso en la ciudad yo casi nunca lo podía conseguir, salvo en “la alta noche”, muy de tanto en tanto. Y acá me ha pasado casi todas las semanas escribiendo esas columnas de Los Viernes.

 

Cuando terminaste “María Domecq” sentiste ese vacío. Ahora que estás dejando de ser el Viernes, el hombre viernes y dando por finalizadas las columnas de Página 12, ¿qué tenés enfrente, qué continúa, qué no continúa? ¿El mar continúa, este pueblo continúa, qué cae?

Todo se ha puesto bastante simbólico, como suele suceder cuando va llegando al fin de una etapa en la vida. Hace poco se murió mi vieja, a fin de año mi hija termina el colegio y eso implica que se va, emprende el vuelo, algo que sabemos todos los que vivimos en los pueblos: cuando los hijos terminan el colegio quieren volar. Así que no tengo idea de lo que venga, pero estoy mucho más tranquilo que otras veces, más viejo, más cansado también. Sé que siempre tendré el mar. Esta bueno también, poder hacer escapadas, huir un poco del invierno en busca de solcito y mar en alguna otra parte, cosa que antes no podía porque cuando sos padre estás esclavizado por la rutina escolar de tus hijos.

 

Amplianos un poco más esta experiencia con el mar, este intercambio con el mar, ¿qué sucede?

Yo ya lo he convertido en una especie de rutina simbólica: de cada caminata vuelvo con una piedra, de esas que te llaman la atención cuando vas caminando por la orilla, y te agachás a levantarla, y generalmente cuando termina tu paseo no sabés qué hacer con esa piedra y dejás caer. Bueno, yo me las fui quedando. Como los estantes de mi casa son anchos y puedo tirar los libros para atrás, me fui trayendo una piedra de cada caminata y poniendo una al lado de otra en los estantes. Medio como que cada piedra es una contratapa, para mí. La regla es nunca más de una piedra por caminata, y hay días en que el mar no da. Pero hay días que da cosas extrañas, y esos son los momentos extraordinarios: venís caminando por las tuyas y de pronto frente a tus pies aparece algo como esto. Es una caracola roída por el mar pero parece un cuerno de unicornio. Una vez encontré uno más largo todavía y se lo regalé a una sobrina, creo que lo tiene todavía, y sigue pensando que es de un animal fantástico, una especie de unicornio marino.

 

Tu sobrina está convencida de que eso es un unicornio ¿y vos? ¿hay una presencia mágica ahí también, en esos objetos?

Sí, sí, yo creo que algo hay, pero me da un poco de pavor hablar de esas cosas.

 

Que quede como la poesía: simulada en la escritura …

Sí, son cosas que en realidad vienen cuando quieren, no se puede hacer nada al respecto. Había un poema de Horacio Murena espectacular, me acuerdo, eran de un libro en que todos los poemas eran muy finitos y de pocas palabras, muy aéreos en la página. Este que te digo decía: “Sólo atento / no hay que estar: / preparado”.

 

Vos decís que el mar te limpia, te “destapa las cañerías”, ¿en qué sentido?

Te pone panorámicamente en caja, te da idea concreta de tu tamaño real: viendo la inmensidad del mar se te acomodan las ideas muy rápido, especialmente para los que tienen problemas de ego, de vanidad, de egocentrismo, como es mi caso. Caminar por el mar me hace un bien que pocas otras cosas me hacen.

 

También decís que el mar te enseña a mirar para adentro.

Sí, porque vas caminando y mirando la línea del horizonte un poco, la manera en que rompe el rulo de las olas, o mirás para el lado de la playa, la gente que hay, la forma de los médanos, y de pronto sin darte cuenta estás mirando para adentro, hay un momento donde la mirada gira para adentro y ya estás en un paisaje interior, en paralelo con lo que te rodea, tenés la mirada medio vidriada y como que estás caminando en tu interior. Igual que cuando nadás: estás adentro más que afuera.

 

¿Cómo es tu experiencia como nadador en el mar?

Me meto a nadar en el mar todo lo que puedo, pero cada año me aventuro menos, tuve un episodio difícil hace un verano y me he ido volviendo un nadador “unplugged”. Nado todo el invierno en pileta, y en verano me aventuro mar adentro cuando está más o menos calmo.

 

¿Encontraste lo que buscabas, en ese sueño de vivir cerca del mar?

Creo que sí, siento que vivo mucho mejor ahora que cuando vivía en la ciudad. Y cuando estoy en otros lugares, ni hablar si son ciudades, extraño con locura el mar. Muy lindas las montañas, el campo, el lago, muy lindas las maravillas de la ciudad, ¿pero cuándo volvemos a Gesell? La verdad a mí me gusta el mar.


(Publicada por el semanario El Fundador el viernes 25 de enero de 2019).


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