Avanza la instalación de Carrefour en la zona
16 Mayo 2024 | Madariaga
Entrevistas de La Boya
El escritor Juan Forn es uno de los entrevistados en la película La Boya, que se está proyectando los viernes a las 20.30 en el Pinar del Norte de Villa Gesell. Con Ricardo Roux, Guillermo Saccomanno y Pablo Mainetti, integran el grupo de artistas que decidieron instalarse total o parcialmente en Villa Gesell para alejarse del ruido de la ciudad y que participaron del film. Publicamos a continuación la entrevista completa original.
Aníbal
Zaldivar: Hace poco leí en un artículo que alguien te había preguntado ¿por qué
te quedaste acá? ¿qué encontraste acá en este pueblo, tan cerca del mar y en
esta naturaleza? Quiero volver a hacerte esa pregunta.
Juan Forn:
Lo primero que encontré fue precisamente la posibilidad de vivir el sueño de mi
vida que era vivir al lado del mar; después se trató del aspecto más
convencional y doméstico de la cuestión: que era un pueblo que tenía la
suficiente infraestructura en el invierno para vivir. Nosotros teníamos una
hija chiquita y había escuela, hospital, vecinos y estaba relativamente cerca
de Buenos Aires y yo tenía que seguir trabajando con Buenos Aires, así que cada
tanto tenía que ir. Pero, como pasa siempre, lo que más te gusta del lugar lo
descubrís después y a mí lo que más me gusta de Gesell es que es un pueblo de
renegados, un lugar donde a nadie le gusta que le digan cómo se tienen que
hacer las cosas. Cuando todos los demás lugares se van poniendo producidos,
Gesell sigue bardo. Hay una combinación de cosas que me gustan acá, pero sin
duda lo que más me gusta es el mar, que lo tenemos a 15 metros...
Hablaste
del “lugar soñado” ¿desde cuándo tenés ese deseo de vivir al lado del mar?
¡Ja, la
fantasía de todos! “Yo quiero vivir en la playa”. Después te das cuenta que la
vida en la playa no es la vida en verano, salvo que sea en Brasil o en el
trópico, y descubrís otra cara del pueblo, que es la vida de invierno, el mar
frío, el color gris, todo baja como tres grados en la escala cromática: la
arena, el mar, el cielo, y agarrate Catalina…
¿Cómo
influyó este nuevo paisaje, esta nueva presencia en tu literatura y en tu
condición de creador?
Me cambió
para bien, por lo menos eso me dicen, lo que quiere decir que era bastante
horrible cuando vivía en Buenos Aires… Hay una anécdota que he contado otras
veces: iba caminando por la playa, terminando el primer invierno en Gesell y,
salí a caminar por la playa con mi uniforme de ciudad, camperón negro, pantalón
negro, borceguíes negros, gorro negro. Era uno de esos días en que hace frío
pero sentís que el solcito empieza a calentarte un poco los huesos y de pronto
veo que sale del agua un surfer, se saca el pasamontaña de neoprene, sacude las
rastas, me mira pasar y me dice: “Yo en Buenos Aires también era dark, pero acá
soy luminoso, loco…”, mirando el sol. Entonces dije: “yo quiero ser luminoso
también”.
O sea que
hubo un contraste fuerte y bastante impactante para vos.
Sí, yo hago
muchísimo contacto con la parte luminosa del pueblo de playa. Ttengo una gran
capacidad para el autoengaño y para la negación, así que doy vuelta la cara a todo
lo que no es idílico en Gesell. Mi tierra elegida es bastante paradisiaca, es
austera y áspera pero paradisiaca, no violenta, no es sórdida.
¿Cómo se
conecta esta nueva experiencia para vos con tu condición de escritor, vos ya
viniste acá con una carrera de escritor en pleno desarrollo?
Por esas
vueltas de la vida mi actividad literaria se terminó relacionando con el mar de
una manera insólita. Yo había llegado más o menos en el 2003, y a fines del
2007 terminé una novela autobiográfica, María
Domecq, en la que dejé la piel, y quedé vacío. Ahí me dije: “No tengo qué
escribir, qué va a ser de mi vida…” Era una época que en Página 12 nadie quería escribir contratapas, habían quedado como
vaciadas, y yo pedí la contratapa del viernes: “En algún lugar me tengo que
esconder hasta que se me ocurra de qué escribir”, pensé y me fui ahí. Porque de
pronto se me ocurrió… Yo siempre he sido un lector feroz, y siempre me ha llamado
la atención adónde va a parar ese estado celestial cuando uno termina de leer
un libro: es algo que casi nunca logra compartirlo con nadie, se te va
extinguiendo solo adentro, es muy raro que te encuentres con alguien que leyó
el libro a la par que vos, que le gustó a la par que vos, ni hablar encontrarte
con el autor y poder decirle algo. Así que generalmente cuando le empezás a
hablar a alguien de un libro que el otro no está leyendo… no da. Pero yo me
pregunté: “¿Qué pasa si pongo en lo que escribo eso que siento cuando termino
de leer?”, así que empecé a escribir sobre lo que leía, encaré la contratapa
así, en vez de inventar historias con personajes imaginarios como solemos hacer
los narradores.
Apostaste a
la naturalidad…
Generalmente
los escritores que tienen una columna semanal tratan de hacerla con el menor
gasto energético posible, para poder después escribir lo que les importa. Yo
hice al revés, traté de poner toda mi libido en esas contratapas, en esas
columnas. Entendí por primera vez en mi vida lo que es la periodicidad, la
frecuencia semanal, que es como sentir un borceguí apoyado contra el pecho: la
obligación de publicar siempre, estés inspirado o no. Entonces para entender lo
qué quería decir, y cómo escribirlo, empecé a bajar al mar, a caminar por la
playa, y de pronto empecé a descubrir que el mar me enseñaba, me ayudaba, me
daba pistas. Volvía siempre con la cabeza más limpia, más clara. En ese
entonces no iba mucho a Buenos Aires, así que no tenía idea del efecto que
tenían las contratapas, todavía las redes sociales no eran tan potentes como
ahora, y yo tenía poco trato con la ciudad, así que me enteré bastante tiempo
después, un día en que Saccomanno volvió de Buenos Aires y me dijo: “Che,
gustan mucho tus textos”. Lo que lentamente fue pasando es que, no importaba el
obstáculo que tuviera en mi vida esa semana, la contratapa me salía igual. Yo creo
que de verdad la presencia del mar incidió: quiero decir, si me permiten el
delirio, que no escribía solo esas contratapas: me sentía canal de algo, habñia
algo que se decía a travñes de mí. Es una experiencia que no creo que se vuelva
a repetir en mi vida, pero de verdad algo pasaba: si era yo solo no hubiera
generado el nivel de empatía con gente tan diversa y con tanta gente a lo largo
de estos diez años. Si vos me preguntas dónde está el centro, el núcleo de esa
experiencia, te contestaría que está allá abajo en la playa, cuando bajaba a
caminar.
Quiere
decir que lo que parecía ser algo lateral y casi un escondite, se convirtió tal
vez en una experiencia como escritor, tal vez la más fuerte que tuviste.
Sí, el mar
fue el mejor socio que tuve en mi vida escribiendo, nunca nadie me ayudó tanto.
Los poetas
hablan mucho en esos términos, de ser canal, de escuchar al mar, ¿esto también
te llevó, esta nueva experiencia, te acercó a la poesía?
Yo había
empezado como todos, escribiendo poemas horribles, por suerte me di cuenta
bastante rápido de que la poesía no me había sido dada. De hecho dejé casi de
leer poesía después de mis veinticinco, pero con el paso de los años me di
cuenta de algo que dice maravillosamente un escritor yugoslavo que se llama Danilo
Kis, el tipo decía que de Borges hay que aprender el elemento lírico
enmascarado, es decir, a hacer poesía en la prosa, sin que se note, sin que
parezca esa cosa horribl que es la prosa poética. La poesía, cuando no es muy
buena, es cursi, amanerada, y en la prosa se nota incluso más que en la poesía
lo amanerado porque la prosa se escribe con la lengua que usamos todos los días
para hablar, así que se trata de hacer poesía de la manera más disimulada
posible. Y por supuesto cuanto más breve es el texto que encarás, más trabajás
con el sobreentendido digamos, porque tenés poco espacio. Yo tenía la
limitación de las 100 líneas en la contratapa del diario, y tenía la obligación
de decir lo máximo posible con ese escaso espacio, así que empecé a trabajar la
brevedad, la síntesis y la condensación y así es como te empezás a acercar a la
poesía, te guste o no, así te vas arrimando. Tratando de atrapar lo poético, tratando
de tener la suerte de que caiga el rayo verde ahí, esa es la idea.
Después de aquellos
poemas juveniles que citaste, en este nuevo contexto, ¿volviste a escribir
poesía, o a intentar escribir poesía?
No, sólo en el terreno
estrictamente doméstico, algún poemita que le escribo especialmente a mi hija, o
a mi mujer… Ah, hice sólo una contratapa en verso, medio en homenaje a una
poeta polaca que me gusta mucho Wislawa Szymborska, que ganó
el Nobel. Wislawa escribe de una menra muy coloquial y cómplice y yo traté de
hacer una contratapa que fuera un poema, un poema de amor, lo más parecido
posible al estilo “pillo”, “travieso”, de Wislawa.
Quiere decir que tu
complicidad con el mar no es que te dicta versos, sino que hay otro lugar en
que se conecta el mar con vos.
Sí, lo único que me
animo a decir de lo poético es que lo voy a seguir haciendo enmascarado dentro
de la prosa siempre. Pero lo que entendí con el mar acá al lado es este tema de
las presencias, de las conexiones (no hay que hablar mucho de esto por cábala).
Hay gente que lo entendió en la montaña, o en el desierto. Creo que en el fondo
es la relación con la naturaleza, y con la soledad.
¿Te sentías más solo
por momentos en Buenos Aires que acá, o al revés?
En el fárrago de la
ciudad es muy difícil que se den las condiciones naturales para que tengas
acceso a cierta clase de soledad, a una cualidad de la soledad que te acomoda,
que te ofrece una justa percepción de vos mismo: ni el ombliguismo de considerarte
el centro del mundo, ni la posibilidad de evadirte y no estar nunca frente a
frente con vos mismo. Por supuesto es bastante horrible sentirse solo, sin
compañía, sin valor para nadie de los que te rodean. Pero de la soledad que
hablo viviendo acá es otra cosa: cuando por estar solo varias horas al día,
voluntariamente, entrás en comunión con algo. Y eso en la ciudad yo casi nunca lo
podía conseguir, salvo en “la alta noche”, muy de tanto en tanto. Y acá me ha
pasado casi todas las semanas escribiendo esas columnas de Los Viernes.
Cuando terminaste “María Domecq” sentiste ese vacío. Ahora
que estás dejando de ser el Viernes, el hombre viernes y dando por finalizadas las
columnas de Página 12, ¿qué tenés enfrente, qué continúa, qué no continúa? ¿El
mar continúa, este pueblo continúa, qué cae?
Todo se ha puesto
bastante simbólico, como suele suceder cuando va llegando al fin de una etapa
en la vida. Hace poco se murió mi vieja, a fin de año mi hija termina el
colegio y eso implica que se va, emprende el vuelo, algo que sabemos todos los
que vivimos en los pueblos: cuando los hijos terminan el colegio quieren volar.
Así que no tengo idea de lo que venga, pero estoy mucho más tranquilo que otras
veces, más viejo, más cansado también. Sé que siempre tendré el mar. Esta bueno
también, poder hacer escapadas, huir un poco del invierno en busca de solcito y
mar en alguna otra parte, cosa que antes no podía porque cuando sos padre estás
esclavizado por la rutina escolar de tus hijos.
Amplianos un poco más
esta experiencia con el mar, este intercambio con el mar, ¿qué sucede?
Yo ya lo he convertido
en una especie de rutina simbólica: de cada caminata vuelvo con una piedra, de
esas que te llaman la atención cuando vas caminando por la orilla, y te agachás
a levantarla, y generalmente cuando termina tu paseo no sabés qué hacer con esa
piedra y dejás caer. Bueno, yo me las fui quedando. Como los estantes de mi
casa son anchos y puedo tirar los libros para atrás, me fui trayendo una piedra
de cada caminata y poniendo una al lado de otra en los estantes. Medio como que
cada piedra es una contratapa, para mí. La regla es nunca más de una piedra por
caminata, y hay días en que el mar no da. Pero hay días que da cosas extrañas, y
esos son los momentos extraordinarios: venís caminando por las tuyas y de
pronto frente a tus pies aparece algo como esto. Es una caracola roída por el
mar pero parece un cuerno de unicornio. Una vez encontré uno más largo todavía
y se lo regalé a una sobrina, creo que lo tiene todavía, y sigue pensando que
es de un animal fantástico, una especie de unicornio marino.
Tu sobrina está
convencida de que eso es un unicornio ¿y vos? ¿hay una presencia mágica ahí
también, en esos objetos?
Sí, sí, yo creo que
algo hay, pero me da un poco de pavor hablar de esas cosas.
Que quede como la
poesía: simulada en la escritura …
Sí, son cosas que en
realidad vienen cuando quieren, no se puede hacer nada al respecto. Había un
poema de Horacio Murena espectacular, me acuerdo, eran de un libro en que todos
los poemas eran muy finitos y de pocas palabras, muy aéreos en la página. Este
que te digo decía: “Sólo atento / no hay que estar: / preparado”.
Vos decís que el mar
te limpia, te “destapa las cañerías”, ¿en qué sentido?
Te pone panorámicamente
en caja, te da idea concreta de tu tamaño real: viendo la inmensidad del mar se
te acomodan las ideas muy rápido, especialmente para los que tienen problemas
de ego, de vanidad, de egocentrismo, como es mi caso. Caminar por el mar me
hace un bien que pocas otras cosas me hacen.
También decís que el
mar te enseña a mirar para adentro.
Sí, porque vas
caminando y mirando la línea del horizonte un poco, la manera en que rompe el
rulo de las olas, o mirás para el lado de la playa, la gente que hay, la forma
de los médanos, y de pronto sin darte cuenta estás mirando para adentro, hay un
momento donde la mirada gira para adentro y ya estás en un paisaje interior, en
paralelo con lo que te rodea, tenés la mirada medio vidriada y como que estás
caminando en tu interior. Igual que cuando nadás: estás adentro más que afuera.
¿Cómo es tu experiencia
como nadador en el mar?
Me meto a nadar en el
mar todo lo que puedo, pero cada año me aventuro menos, tuve un episodio
difícil hace un verano y me he ido volviendo un nadador “unplugged”. Nado todo
el invierno en pileta, y en verano me aventuro mar adentro cuando está más o
menos calmo.
¿Encontraste lo que
buscabas, en ese sueño de vivir cerca del mar?
Creo que sí, siento que vivo mucho mejor ahora que cuando vivía en la ciudad. Y cuando estoy en otros lugares, ni hablar si son ciudades, extraño con locura el mar. Muy lindas las montañas, el campo, el lago, muy lindas las maravillas de la ciudad, ¿pero cuándo volvemos a Gesell? La verdad a mí me gusta el mar.